domingo, 17 de febrero de 2008

Bunker Spreckels


"Sólo soy libre en el agua", dijo. Y en verdad lo era. Lo han dicho quienes le contemplaron en acción. Adolph Bunker Spreckels III (ABS III), californiano, rubio, espigado, bronceado, chico de mucha playa? La imagen tópica se esfumaba en cuanto se le veía enderezarse sobre la tabla de surf, girarse, crecer, arrodillarse, flotar, usar a su antojo crestas y llanuras, volar "a la velocidad del tigre", sobrevivir airoso como un acróbata a las olas verticales de las playas de Hawai, esas islas Sándwich en las que el capitán Cook, allá por 1778, vio "algo sobrenatural": a hombres deslizarse sobre las olas, fundirse en ellas.
Una masa de agua nacida de corrientes profundas; movida, dicen, por los frecuentes terremotos de la zona; columnas de roca líquida que barren el North Shore de la isla de Oahu, en Sunset Beach, o el Pipeline (una meca del surf, el centro de la muerte) u otras? Aquellos lugares que amó ABS III por encima de todas las cosas. Todo en su estilo era animal. El superman del surf chic proclamaban las revistas. La tabla, su sostén; la que te mueve, te empuja, te rescata? Mientras la tuvo (durante 18 años), todo fue bien. Cuando la abandonó, Bunker se descentró, engordó, se perdió. Una sobredosis de heroína lo hundió para siempre. A los 27 (1949-1977).



"Cabalgar las olas limpia el cuerpo, y si se hace entregado, también el espíritu", le dijo al periodista, amigo y surfista C. R. Stecyk en su última entrevista.
Hubo una época, cuenta ABS III, en que estaba convencido de que ser bueno en el agua exigía ser mejor persona. Luego no: "Luego supe que cualquier surfista puede ser un imbecil".
"Goza del presente y no confíes lo más mínimo en el mañana". Carpe diem, que decía el poeta Horacio allá por el siglo I antes de Cristo. En ningún sitio consta que Bunker estudiara latín (su futuro se proyectó como corredor de Bolsa), pero el significado de la frase lo aprendió bien desde chico. Con Clark Gable, el famoso actor, su padrastro.
Siguiendo tal consejo, Bunker consumió cada día de su vida como ola gigante que todo lo arrastra. No conocía el miedo. Ni en líquido ni en sólido; entre tanta subida, tanta adrenalina, tanta bajada, no parecía sentir ni frío ni calor... Murió Gable, al que quería, el que le enseñó las cosas de la vida que no le contó su padre verdadero; le habló de la banalidad de Hollywood, de secretos de mujeres; le inculcó el gusto por la lectura, la técnica del látigo, los cuchillos y el lazo. Murió Gable, y su hijastro dice: "Sí, estuve triste un rato por su muerte; un día o así".
Bunker, se hizo hippy en los sesenta, se alejó del dinero y la comodidad familiar, se ganó el sustento fabricando sus propias tablas de surf, cortas y gruesas (que llegarían a valer hasta 10.000 dólares en subasta), con maderas de wiliwili, hau, guava, koa, ulu...: "Me gusta llevarlas al océano o al río y observar cómo flotan, cómo se mueven sin nada encima", contaba. Llenó con su nombre, su historia, su pericia, su cuerpo sumergible y bien dotado, las playas de Hawai, en un tiempo en que el surf (He e'nalu, llamaban los polinesios a "este deporte de reyes") era ya cosa de mortales que sorbían las olas y las perseguían por el mundo: camionetas, vestidos y mentalidad flowerpower, mucha fiesta, mucho coche, mucho rock and roll, mucha marihuana, muchas drogas y el LSD que completa la emoción de la subida, la bajada, el giro, el grito, el desenlace. "Todo el mundo era un rebelde con causa o sin ella", dice Bunker.
El surf era para él la vida; la provocación, el reto, el riesgo... el poder del agua, del sol, del viento, y el tirón milenario de una tradición que se recoge incluso en leyendas orales. Una técnica que él, al que los nativos de Hawai consideraban un príncipe reencarnado, aprendió de los grandes Beach Boys de Waikiki y que sus ancestros, los Spreckels, conocían bien.
Cuando ya era medianamente conocido, Bunker lo intentó: hacerse invisible, pasar inadvertido; se escondió en el bosque en pos de una existencia natural, para huir de su condición de hijastro de Gable, de los pedigüeños de autógrafos, de los que le creían ya carne de paparazzi, de las chicas que se le pegaban por su digno arte de cabalgar olas y la fortuna que se le suponía.

La familia lo intentó todo para sacarle del charco, le enviaron psiquiatras a la playa, a las casas que compartía. Pero no hubo modo. Sin que nadie pudiera evitarlo, heredó Bunker la fortuna azucarera de su abuela materna a los 21; ese día se fue al banco en coche, lo sacó todo en efectivo, lo guardó en su "cueva" y se dedicó a gastarlo sin más: "Unos 500 dólares por día". La única diferencia en sus hábitos, dice: "que comía mejor". Y que le salían amigos a miles. Su paisaje playero mutó en otro repleto de coches y guardaespaldas, de mujeres sin nombre, de escenarios y hoteles para desparramar por el mundo: París, Suráfrica, Honolulú, Kahuku, Hollywood.
-Solía cojer mucho. Aún lo hago. Me beneficié a 64 chicas en una semana. Fue cuestión de ego.
Tuvo muchas, y sólo una, Ellie, tan del estilo de aquellas chicas Warhol de The Factory, se mantuvo a su lado tres años. Mutó de hippy surfista a playboy; cuando se hizo intérprete de sí mismo, creó su álter ego, hombre extravagante y excesivo que montaba escándalo allá donde estuviera. Se llamaba a sí mismo "The Player", e hizo de su propia vida una representación, con camarógrafos y fotógrafos que le seguían por el mundo y daban testimonio de sus locuras, una suerte de pionero del Gran Hermano. En su última entrevista confiesa que quiere cambiar de vida. "Es el momento", dice. Va a rodar películas con Warhol, Kubrick o Nicolas Roeg, y a dedicarse al negocio musical: "Formaré una banda, porque yo soy muy showman".
Un mes después murió de sobredosis. La vida del pobre niño rico fundida como el azúcar.

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